domingo, 23 de octubre de 2011

INDICE

LA ABUELA LUISA Y OTROS RELATOS
CRONICA DE UNA ESPERA
CUCHILLO
HISTORIA DE FANTASMAS
LA ABUELA LUISA
A LAS DOS DE LA TARDE PASA ROBERTA
CONVERSACION
TE CON LECHE
LAS CADERAS
AMANDA
¡HAY QUE JODERSE!
MANUELA


APOCRIFOS
EL MUNDO DESDE ABAJO
EL LIBRO NO LEIDO
PUNTO DE VISTA
TALLER DE ESCRITURA
¡¿Y MI CIUDAD QUE?!
SAUDADES
HE PERDIDO EL MOVIMIENTO
ALBERTO SOLIA
BAHIA BLANCA
ME MIRASTE
RODRIGUEZ PEÑA 56
ELLA VA Y VIENE POR LA COCINA
YO TENGO UN PERRO QUE SE LLAMA NERO
TE VAS ALFONSINA

ALBERTO SOLIA

 Sé que no te veo
sé que ya no estás
cuánto por decirte
y por desahogar

Alberto solía llevar siempre algún bolsillo del lado derecho con el forro interior a medio guardar, o lo que quizás era peor, colgando un pañuelo grisáceo y arrugado asomándole; era en él habitual y bastante esperado y ya hacía tiempo habíamos dejado de sorprendernos y escandalizarnos de estas y de otras singularidades. Pensaba yo que aquello podía deberse a que los bolsillos eran demasiado pequeños para sus manos o talvez éstas demasiado grandes para ellos. En las tardecitas calurosas, pero más secas que las húmedas desde donde ahora escribo, podía vérselo ventilarse el cuerpo en sus ojotas celestes, las uñas de los pies asomándole sanas y envidiables al pie de atleta, el pantalón crema con las botamangas arremangadas al mejor estilo “pescadores”, o el short de baño apergaminado y rígido de la sal que había incorporado en el balneario Maldonado, al que solía ir con una asiduidad rayana en lo espartano durante los meses de enero y febrero, meses en los cuáles yo solía ser víctima de sus solicitudes y me encontraba más de una vez aguardando frente a la plaza Rivadavia el colectivito rojo que cada media hora o cuarenta minutos pasaba levantando las pocas personas que se animaban a aventurarse en esos cangrejales y piletas de agua salada que los meandros bahienses de la ría, permitían llegar para sosiego de algunos intrépidos como nosotros. Desde que se había convertido a pesar suyo en jubilado, era objeto de las carencias vacacionales en las costas del puerto marplatense. Que lindos recuerdos y añoranzas tengo de él posando a lo Gardel, sombrero estudiadamente ladeado, el cuerpo bronceado como solo aquellos cuerpos selectos pueden estarlo, casi un dios griego, la mirada gris o verdosa dirigida al mar o a las escolleras que sonreían de grafittis y de vida. Despertarme en aquellos challets que alquilaba por un mes sintiendo el olor a los miñones recién horneados y que nos aguardaban en la cocina, que él había ido a recoger muy temprano, el organizarnos con premura luego del desayuno y salir arrastrando bolsitos, sombrilla, cremas y esterillas a tomar el colectivo blanco que me parece llevaba el número 93, y corríamos como torpes citadinos necesitados de pisar con las falanges inferiores esos arenales y sumergirnos o hundirnos en las aguas de aquellas playas de mares encabritados a pesar de las escolleras, playas poco concurridas e incontaminadas aún, playas de otro tiempo, en el que Alberto llevaba puesta la camiseta musculosa fuera invierno o verano, con camisa o sin ella, la piel siempre morena y en verano más morena aún, que destacaban esos ojos inimaginables y que nadie luego pudo reproducir en nuestra familia, en ese gris que según se lo mirara era verde claro o quizás azulado o quizás una mezcla de todos, te miraba y aún así no podías estar seguro que esos ojos fueran de este mundo, el pelo ondulado y prolijo, siempre corto y apenas canoso aún entrado en los sesenta; y cuando se vestía con traje, hecho que paradójicamente era habitual también , te mostraba la pinta de Julio Sosa. Fue de las pocas personas que vi usar el sobre zapato para no mojarlos cuando llovía, las galochas. Le decían Nene, aún de grande, y me llevaba contra mi infantil resistencia a aquel bar de la calle Fitz Roy, cerca de lo de mis abuelos, donde su amigo Churrinche que nunca supe como se llamaba, atendía detrás de la barra y desperdigados por las mesas otras caras sonrientes me observaban la incomodidad de estar ahí. Recuerdo el apellido de Santarelli y aquel tipo de uñas curvas y largas, una cosa fea y rara, las uñas vaya a saber porqué, le giraban sobre cada dedo de la mano y llegaban hasta la yema de los mismos y en esos momentos yo desviaba la vista e intentaba desaparecer sin saber  como poner las manos dentro de los bolsillos de mis pantaloncitos cortos. De aquella época me ha quedado el artilugio de remover las articulaciones de los dedos de la mano de una manera diferente,  imitando a una persona que trabajaba con  Alberto que tanto había llamado mi atención, y aún hoy cuando surge en alguna reunión, esas raras virtudes que cada uno puede demostrar, siento placer y lo hago, mientras otros por ejemplo ponen los ojos en blanco o mueven una oreja, yo saco a relucir esa infantil conquista dejando a mi interlocutorio frustrado en vanos esfuerzos. Los soles que le daban ese tostado a la piel eran otros, eran sanos, no como los de ahora, estos soles contemporáneos te pican y se asemejan a un montón de mosquitos que te rondan todos a la vez y necesitás con urgencia buscar la sombra de cualquier cosa que la reproduzca, por pequeña que esta sea, aunque solo puedas colocar en ella una parte de una pierna, un brazo o talvez la cabeza. A Alberto lo recuerdo siempre como viniendo de tomar sol, de estar tirado bajo el mismo inmutable como las lagartijas, quizás él fuera ya morocho de chico por esa madre tucumana que parecía casi indígena en la terminación de sus rasgos y en las pocas palabras que recuerdo haberle escuchado y se le notaba además en las fotos que cada tanto encuentro aún cuando visito una vez o dos al año la casa de mis tías; su padre un aragonés pituco era muy blanco y de ojos claros que mostraban la soberbia de sentirse superior. El abuelo tenía un dedo que no podía maniobrar, como congelado por un encantamiento, algo que luego advertí después de muchos años en su hijo. Con la adolescencia tratábamos de evitar encontrarnos a su lado en la, verlo saludando en aquellas desvencijadas ojotas celestes y de camiseta musculosa, charlando con todos los que pasaban, hola Nene, viste qué calor, que número salió en la nacional, que hacés gordo, chau Alberto, y así se pasaba extensas horas viendo el ir y venir de las vidas del barrio, un vecindario que no lo había visto nacer pero que en poco tiempo dejó de serle ajeno por esa forma social que él llevaba incorporada de sonreír, de interesarse, de vestirse, de comer y también de beber  vino. Y cómo tomaba, en los almuerzos sobretodo, cuando abría una botella parecía que no podía, que no debía quedar guardada luego con algún resto, en casa sólo él bebía, y era el final para el líquido que contenía la botella que se iba desgraciando hasta incluso después del postre, venía después lo previsible, en aquellas siestas sentado en la galería o en la silla que lo sorprendía la modorra, cabeceando mientras se levantaba la mesa y se lavaban los platos, y lo dejábamos ahí, o lo abandonábamos ahí, íbamos y veníamos sin casi mirarlo y de pronto se espabilaba como preguntándose que hacía o que estaba haciendo y pensando que no nos habíamos dado cuenta se marchaba a algún lugar más retirado a continuar su “mona” o se desparramaba en el fresco de la pieza, de esos dormitorios altísimos donde era un aliciente entrar en las tardes de los veranos, piezas con paredes de medio metro en su anchura, y la galería corriendo paralela a las habitaciones amortiguando el calor y el sonido de las cigarras ululando. No sé porqué tomabas tanto, quizás fuera porque te gustaba, quizás veías como nosotros progresábamos en los estudios y vos nos mirabas con orgullo las conquistas que te estarían siempre vedadas, quizás lo hicieras porque sentías la soledad a la que te condenábamos y veías que te apartábamos un poco en las reuniones, de nuestras conversaciones o en las salidas, pero nunca nos decías nada, siempre sonreías y eras animoso, aunque también te asustabas mucho. Me pregunto  como sería tu mundo de sueños Alberto, el de haber tenido más hijos, el de haber viajado, el de haber podido tener tu casa propia, esa que siempre gastaste todos los años que veraneamos en la costa cuando éramos chicos, ¿acaso intuías que era mejor para nosotros llevarnos los olores del mar grabados en los ojos a la seguridad de los ladrillos? Nunca sabremos cuáles fueron tus anhelos. Sí estoy seguro que la soledad no estaba entre ellos, la tristeza tampoco. Eras un tipo alegre, y sin embargo cuántas veces te endilgamos y gritamos nuestras impotencias, o nos avergonzamos de vos y vos que todo lo asimilabas, ay Alberto, qué ganas de compartir un mate con vos ahora que yo soy el que soy y vos, vos serías el que yo he formado con mi recuerdo. Todas aquellas mañanas de jubilado o en los fines de semana, salías muy temprano, luego del tradicional huevo y limón, luego de unos mates apurados, luego de derramar algún balde de agua a las plantas, partías a comprar la fruta, a elegir la verdura, los huevos que fueran frescos, la carne y la leche fresca, comprabas el pan y entre uno y otro sitio intercalaba comentarios, los recibías, sin prisas y sin pausas. Charlábamos poco, casi nada, en aquellos tiempos en los que yo tenía mi cabeza en mundos muy diferentes y nuestras edades eran tan distantes, tanto que nunca se encontrarían en un lugar común, esto, éste recordar casi permanente, me lleva a intentar sentarme en el piso con los chicos, a subirme a las cosas que los entretienen, sabés que también ahora se me ha dado por decirles las cosas que vos nos decías, pedirles que me acompañen como vos nos pedías, y te dimos tantas veces la espalda que el recuerdo me hace anudarme por dentro, ahora son ellos los que actúan como yo actuaba pero no, ellos me muestran su cariño solo que me parece que nunca es suficiente, siempre queremos más y sin embargo vos parecías siempre conforme con lo casi nada que te dábamos, y que orgulloso que te paseabas conmigo en la cancha donde jugaba Olimpo o Bella Vista, y te colabas en los partidos, le dabas al boletero una estampita a modo de entrada y el tipo la recibía y la guardaba y mi carita de seis años miraba sin comprender el intercambio de sonrisas y nos subíamos al ritmo de la hinchada de turno, el alambrado, el calor, los gritos, las camisetas de los jugadores que me parecían siempre recién compradas, te gustaba que fuera con vos a aquel Bar que Churrinche atendía y te invitaba sin cobrarte, o a las tiendas de tela tu especialidad en la Lanera San Blas-, la de los Toledo, te interesaba explicarnos cómo se percibía la calidad de las telas, como habías llegado a estar en el lugar que estabas, mostrarnos que aún sin estudio habías progresado, como algunos comerciantes intentaban aventajarte o endulzarte para que les dejaras pasar las bobinas falladas y nosotros hacíamos oídos sordos, pero viste que algo me acuerdo, me acuerdo también que me gustaba ir a la lanera a la que no me llevaste mucho, quizás porque pensabas que el trabajo era demasiado formal,  algo con lo que no se debía mezclar a los chicos, y lo mantenías un poco alejado de nosotros, y no obstante aún así me llevaste, te gustaba que te acompañara caminando hasta el centro que me parecía terriblemente lejano y de ahí me debe haber quedado esta pasión de andar, y no sabés como camino ahora, camino tanto que estoy casi a punto de ponerme a llorar como un estúpido porque escribiendo todo esto comenzaron a dolerme los pies. Hay algo, una manera que no podría expresarte si te tuviera sentado frente a mí, porque me resulta más fácil escribírtelo, porque yo soy así, capaz que siempre fui así, no recuerdo tus reproches si alguna vez me los hiciste, y si los hiciste deben haber sido comentarios o sugerencias o quizás no me hablaste porque no querías que yo reaccionara con la ferocidad de los adolescentes o porque te sentías más abuelo que padre, que se yo. No puedo acordarme de lo último que charlamos antes de que te fueras, hace tiempo que le doy vueltas y vueltas, y en algún momento aparecerá porque debe estar por ahí en algún lugar sin dejarse ver, si me acuerdo que quería regalarte ese viaje que nunca pudiste hacer y que no tuve el tino de decirte vamos te llevo y no sabés como me arrepiento. Es un arrepentimiento que me va a acompañar como esa imagen tuya en aquel cajón de madera que te quedaba demasiado grande, o quizás vos estabas demasiado pequeño de tanta ausencia con la que llenamos tus últimos años.

BAHIA BLANCA

Volver a algunos lugares en los que de alguna manera han quedado como fotografías de un tiempo que he extraviado, es como una caja que observo, que acecho, y luego me acerco descubriéndola con otra mirada, una mirada que añora, una mirada que desea reposar, que desesperada busca en la biblioteca de su vida los libros que la contienen, una mirada que va y que viene por las puertas que va abriendo, por las baldosas que va pisando, por los objetos que va tocando. A la sensación enorme que es mirar se van sumando los sonidos, de las bisagras que siempre crujieron, del sofá cuando vuelco el respaldo para convertirlo en cama, del timbre que vibra y se escucha aún como en la infancia, de la heladera que retumba en la cocina como un gasolero, del silencio en el fondo de la casa, del incesante ir y venir de autos por  la avenida, de las teclas de luz al ser accionadas y también del agua regando las plantas.
Escribo desde la cocina, sobre la mesa de madera que tiene el mismo hueco, esa depresión oscura que una plancha encendida provocara antaño, y escucho el sonido de mi madre yendo, con su piel blanca y pecosa, su paso tibio, su palabra justa y serena, su entusiasmo inquebrantable, su andar titubeante por los años, y esas arrugas que a multitudes caen por los costados de su rostro, que te observa desde la quietud del pasado, que te mira el alma descubriéndote en ella, ella que nunca pregunta, ella que siempre escucha y a lo sumo y sin juzgar te dice… ¿qué te pasa Dani?, y entonces volvés a ser pequeño, pero no hablás porque nunca o casi nunca lo hiciste, volvés a ponerte los pantalones cortos en esas piernas de hombre, pero seguís callado, volvés a intentar salir corriendo por la puerta de la cocina sin decir chau, pero no lo hacés, en lugar de eso te quitás los lentes que has empezado a necesitar hace tiempo, te restregás los ojos y la mirás pero no, no hablás, seguís silencioso con la heladera rugiéndote en la espalda y ella no vuelve a preguntar, no hace falta porque para ella ya hablaste y te ceba un nuevo mate con una cucharada de azúcar como a vos te gusta.

Quiero contarme, que vuelvo a mi adolescencia y encuentro, mi cuerpo joven y mis ganas nuevas, mi vida por delante aún sin haberla usado, los sueños desaforados entre las sábanas arrugadas, la luna, las luces de mercurio, y el calor que excita, que adorna, que enturbia, que confunde y que huele a una aventura infinita con la vida, con sus pasiones y sus temores, quiero contarme y contarte, que todo me parece posible en estos momentos, que si pudiera llamarte con esa voz de adolescente incrédulo aún lo haría, que me sudarían las manos al teléfono, que no sabría decir todas las cosas que hubiera previsto, quiero contarme que la medianera del fondo y los techos siguen iguales pero yo ya soy distinto, que ya no los miro desde abajo sino que he crecido en la vida y en el cuerpo, que ando por los techos con paso inseguro y con miedo, que toco los muros y siento su palpitar; que las calles por acá son muy anchas, y las veredas no están tan rotas, que hay mucho viento y la tierra vuela queriendo divertirse con la limpieza de la gente, que estuvimos paseando por recuerdos de adolescencia, de infancia, de allá y de acá. Quiero contarte que cuando uno llega a su puerta te recibe una vereda generosa, magnánima como un César, que a tus espaldas el incesante tránsito suena como fanfarrias homenajeando tu llegada, que tocás un timbre sólido y poco tratado, que abren la puerta recuerdos conocidos y sonreís, sonreís con esa sonrisa que no hace falta simularle a la vida, tus labios se extienden suaves y breves manifestando el placer de haber llegado de un viaje largo pero contento, contento de subir esos cuatro escalones frotados de corridas y caídas, alegre de adivinar detrás de la puerta de vidrio y chapa la galería, con su inverosímil distancia, con su altiva antigüedad, con sus escapadas de chico, y escucho aún que retumban esas palabras… “ciclón de boedo”, “gorda batata con pan y manteca”, “fosforito”, “patán”, y mis piernitas y mi cuerpo escuálido y escuálidas aquellas zumbando divertidas a través del corredor de las otras baldosas, las originales de la casa, no las de ahora, las otras, con alguna baldosa floja, con la porosidad y los pedacitos que les faltaban, con la abuela parada escoba en mano, casi como Palas Atenea en la entrada de la cocina, baja, tierna, la tez marcada por la cordillera de sus pasos, el batón a lunares, el último botón suelto, siempre suelto, asomándole la ropa blanca detrás del batón, esperando, esperándome, yo saludando, imagino que saludando porque no lo hago, yendo al fondo, al patio detrás del patio.

Miro ahora, escribo desde el sabor de la noche y miro, miro ahora el dorado que la lámpara que pinta las paredes en la pieza que no es una pieza, el sofá abierto, las sábanas indóciles, manifiestamente maltratadas, la almohada, firme y tiesa y sola en la cabecera, abandonada, hay cuadros, hay un piso fresco, lo siento, el aire de las baldosas de la pieza respirando bajo mis pies, desnudos, hay fotos, hay recuerdos entorpecidos y detenidos, como si no supieran, como si se hubieran olvidado de caminar, hay… camino por la galería que acompaña las piezas, la pieza de mi hermana y mi abuela, la pieza de mis padres en la que dormí de chico, el escritorio en el que trabajaban mis tíos, y llego a la cocina, la rodeo, la cocina es como una estación de paso que necesitamos en la casa, la cocina es un ambiente grande, la cocina interrumpe el corredor que va desde el frente de la casa y que  recorre todas las puertas de las habitaciones, la cocina es enorme, en ella normalmente hay dos mesas y al fondo de ella está la mesada y la cocina propiamente dicha, y la heladera aquella que se la escucha como a un gasolero, en la cocina hay dos mesas y en las mañanas de los sábados, cuando no voy al colegio, suelen estar totalmente ocupadas de muestras de zapatos, de zapatillas, de alguna ropa sport, y de otras cosas más, es que mis tíos son viajantes, mis tíos eran viajantes y cuando digo mis tíos me refiero a mi tío Eduardo, a mi tío Fernando y a mi primo Jorge, porque mi primo de tanto verlo ya forma como parte de mis tíos, se murió joven Jorge, un poco como todo lo bueno que nos pasa, las cosas buenas se mueren jóvenes, y Eduardo el tío padrino, y además el tío  preferido, el que me enseñó a jugar al ajedrez y mientras iba y venía por la casa haciendo lo de las muestras, yo armaba en la cocina en cualquier huequito que quedara el tablero con las piecitas de ajedrez que me había regalado, me sentaba muy concentrado y él jugaba conmigo pero haciendo sus cosas, yendo al escritorio, escribiendo una carta a máquina, yendo al fondo donde estaban las valijas con las muestras, pasaba al lado mío y yo entonces si le tocaba a él le decía “ya moví” y él se detenía un momento, solo el momento de una sola mirada que le era suficiente, veía las piezas, el tablero y me avisaba “mate en tres jugadas” movía un caballo o un alfil y me dejaba con mis ocho años ahí, totalmente desesperado porque yo sabía que no habría nada que pudiera hacer, nadie que me pudiera salvar, nada, absolutamente nada que cambiara el destino de aquella pequeña batalla entre blancas y negras que se desarrollaba en los sesenta y cuatro casilleritos… nunca le gané, nunca se dejó ganar, y ahí radicaba el encanto de jugar al ajedrez con el tío.

Vuelvo a la madrugada en esta pieza que no es una pieza pero que para mí siempre lo ha sido, el sofá se colocaba sobre la otra pared, yo cuando dormía necesitaba que mi mano tocara algún límite como para contenerme, y además repasarle la textura irregular al revoque pintado, la superficie suave y granulada por la arena de la mezcla. Desde O´Higgins y Chiclana, leo, me quito los lentes, veo las llaves del coche, observo, quisiera no pensar a veces las cosas que pienso, quisiera no hacer a veces las cosas que hago, quisiera no decir a veces las cosas que digo.

ME MIRASTE

… y… luego sonreíste o pareció que sonreíste. Recuerdo que lo hiciste con esa característica que es tan habitual en quiénes saben como deben hacerlo y además lo hacen. Encima me alegraste los momentos que vinieron luego, ésos, los posteriores, aquellos que pasaron luego de haberte mirado, y de haberme seducido, ¿cómo?, así, con esa desfachatez interrogante y a la vez… ¿a qué me desafiabas?, tus ojos esperaban, ¿qué?, aguardaban que yo pronunciara quizás algunos versos, había cierta picardía nostálgica en esa, tu espera, y eso me agradó de una forma rotunda. Estuvimos así, ¿cuánto?, estuvimos midiéndonos y tolerándonos las palabras vagas y los gestos inconclusos. Yo de este lado y aún con la campera humedecida por la lluvia te pregunté cualquier tontería, el deseo de escucharte me estupidizó. La música apenas se oía y los colores casi sanguíneos me inundaron de sensaciones inmanejables. Entonces volví a tu rostro, a mirarte queriendo asegurarme de que eras allí, a confirmarme de que no te habías marchado de aquel instante. Y comprendí que aún permanecías demorada, o demorándote, con esa paciencia que solo algunos dedican a una velada especial, o a la elaboración de una cena distinta, escogiendo con cuidado y deleite qué ponerte o rebuscando entre las verduras frescas y dudando si pescado o si carne, deslizándote entre las góndolas y observando a los demás displicentemente, riéndote del apuro ajeno, pensando en el vino y cuál perfume usarías. De pronto apareció él. Su irrupción fue torpe y grosera y tan real como una noticia desagradable y de último momento, un accidente. Llegó haciéndose notar,  atropellándolo a todo como un bólido y cuando lo vi, pensé enseguida que estaba vestido como una hora exacta y sus ademanes brillaban veloces, con el cabello en su lugar, como el saludo, que resultó un gesto practicado y previsto. ¿Cuánto tiempo estuvimos mirándonos? ¿Cuánto hasta que me ubiqué sobre el ventanal que daba a la avenida? ¿Cuánto hasta que él te arrebató el café que quisiste traerme? Hoy, ya algo alejado de aquel momento siento que algo de mí quedó inconcluso, talvez incompleto. La costumbre nos ha incorporado cierta cobardía que agobia, del recuerdo prefiero olvidarme, sé que debo hacerlo pero mis intentos son fútiles, acaso vanos. Puedo aturdirme en charlas que no quiero sostener, puedo sentarme a esperar a quiénes no quiero aguardar, puedo escuchar y ver y aún así sé que será un fracaso. Vuelve, es suficiente menos que una fracción de segundo, o menos que lo que lleva un pestañear, es suficiente un tris de los dedos, es suficiente para que puedas traerme ese café que nos interrumpieron. Llueve, creo que sí, que llueve y aún estoy sobre el ventanal que da a la avenida.

RODRIGUEZ PEÑA 56

¿Para qué tendernos en un diván
 sino para convertirnos en otro?
Es decir en nosotros mismos.
Pierre Rey

Bajé las escaleras apresurado casi como queriendo evitar que me descubrieran, saludé en la puerta al guarda y asomé al fragor del mediodía de asfalto y bullicio con la intención de aplastarle la superficie a mi impotencia.

El día húmedo y ambiguo me pareció lógico y me introduje sin dudarlo arrojando a cada paso gestos y recuerdos que carecían de esperanza, cruzaba la avenida sorteando vehículos rezagados y remonté por calle México dos cuadras, luego Defensa y finalmente transité la anchura de la avenida Belgrano.
Andar por Buenos Aires en esos momentos es una experiencia contenta, la velocidad del paso te la impone el riesgo de colisión con otros seres humanos, el sudor del cuerpo es descontrolado por los pensamientos de andar incógnito, atento y sin claridad de destino y es tan real como ficticio y te dan ganas de conocer las luces de los bares, los murales barriales que las amplias avenidas despliegan, los ronquidos incesantes de las arterias, y las angostas veredas cernidas en mortal actitud y caminás deslizándote y riéndote de las cosas que van y vienen sin pedir permiso por tu mente, por la calle y por el interior de tu cuerpo.
En Buenos Aires no puedo nunca sentirme incómodo, puedo sentarme sin pruritos en el cordón de cualquier vereda, hablar con los que pensamos a cada momento y de la forma más inverosímil que pueda haber.

Porqué las plumas me preguntaste,… porque llevan la libertad en sus vuelos, porque son suaves y sensibles a las brisas, porque se juntan y hacen volar los deseos, porque… tantas cosas…

Crucé la 9 de Julio y busqué Rivadavia, mis pasos me fueron llevando sin titubeos,... Paraná, Montevideo,... y luego la inolvidable Rodríguez Peña, doblé frente a la plaza donde nace y relanté mi andar intentando sentir aquellas aventuras jóvenes e inconscientes de hacía más de dos décadas,… el franchute esperándome, me vi tocando el portero en el N° 56, bajarme de ese taxi con toda la sensación de haber sido estafado, subir por la tenebrosa escalera, golpear, estarnos ahí mirándonos sin saber que decirnos, sus manos eternamente húmedas, él sin saber para que había ido, yo sin saber para que había viajado, para qué..., sensaciones raras en un lugar extraño y ajeno.
Con Cosme estaba el cabezón Lemus, enorme, un tipo raro que me miraba desde su lejana longitud, esa mirada entre sarcástica e infantil, él y Cosme siempre fueron los diferentes del curso, raro el cabezón, raro Cosme y ahora parecía que también... raro yo. Yo siempre había caminado en esa cornisa, en esa médula que bífida se desarrollaba entre los que jugaban al fútbol y perseguían a las chicas y los que eran tragas y se dedicaban al esoterismo de la literatura, porque para casi todos, leer un libro a esa edad, en aquella época era algo realmente extraño, rarísimo.

La situación podría considerarse escandalosamente buena si uno se olvidara de a ratos del cuerpo que parece molido por las palabras inconclusas o no dichas, si el viento que trae y lleva hojas no se te metiera en los ojos haciéndote pestañar rapidito para eliminar los pedacitos de vida que se te van cayendo.
La situación podría considerarse razonable si uno leyese los diarios en la mañana, viajara cómodamente al trabajo y el jefe te hablase cortésmente preguntándote que te hace falta.
La situación podría entonces ser razonable pero las situaciones razonables se ven bien en ámbitos y con gente razonables y yo no quiero situaciones razonables, yo quiero sentarme en las veredas, trotar por el viento de mi barrio, mirar lo que haya detrás de las pestañas de la vida, dormir menos que lo que dura un sueño, subir una montaña de dudas, que se yo, andar en bicicleta...
Son anhelos que no parecen tener nada de extraordinario pero estamos todos tan razonablemente en nuestras cosas que ya pensar en aquellas pueden espantar a la rutina de las costumbres.

En Bahía con Cosme hacíamos prolongadas caminatas sobre todo cuando no hacía frío, dábamos la consabida vuelta del perro alrededor de la Plaza Rivadavia, mirando vidrieras, urdiendo estrategias para conseguir aunque mas no sea la mirada de alguna chica desprevenida y convertirla en novia quizás,... no teníamos suerte, pero nos teníamos el uno al otro y el tiempo se nos llenaba, de charlas de pocas palabras, eran conversaciones que tenían que ver con el silencio de una buena compañía. No conversábamos mucho, pero sí pasábamos extensas horas juntos, nos buscábamos siempre como necesitándonos y así se fue formando esta relación que aún luego de tantos años de no vernos me resulta grato recordar y me inunda de nostalgias.
Del franchute flaco hasta más no poder y de manos húmedas recuerdo su afectación cuando de su ascendencia se hablaba, en esos momentos uno notaba que su espalda se enderezaba, elevaba la carretilla en un ángulo perfecto con el pecho y la mirada siempre ágil y procaz se volvía como la de un César, omnipotente. Cuando a mi aún me fulguraban los intestinos por las pibas el tipo ya era medio autodidacta, leía cosas autores que recién hace poco tiempo yo he leído, gustaba de aprender idiomas por sus propios medios, incansable y pordiosero al máximo con su vida me sorprendía en continuo sus comentarios oportunos e insidiosos, no tenía vueltas y era implacable donde notaba alguna debilidad. Qué papel jugaría yo en su escabroso pensamiento, siempre me lo pregunté, que sería lo que él vería en mí. Nosotros no tuvimos charlas que orillaran en los consabidos “sos mi mejor amigo” o “confío en vos porque sos el único que me entiende”, nos respetábamos el dinero que ninguno de los dos tenía, y cuando nos dejamos de ver que fue cuando él decidió venirse a Buenos Aires escapándose del ahogo que su familia le producía, se vino sin un mango, sin laburo pero recibido de ingeniero Químico; sentí su ausencia como esas lindas costumbres que uno no se da cuenta que tiene hasta que deja de tenerlas y se entristecen los pasos que se caminan en esas horas sin atisbar a qué se debe la melancolía.

En mi barrio cuando andamos con bronca rompemos el pavimento de la calle y con cada mazazo que damos nos sentimos como menos olvidados. Hay ahora que presto atención tantas calles rotas que creo que hay mucha gente con broca en éste barrio. Tenemos que a veces para poder caminar sin torcernos los tobillos por éstas calles de mucha bronca, prestar atención donde ponemos los pies, las calles parecen hechas de mayólicas y en lugar de tener las juntas bien terminadas y selladas y ser su superficie esmaltada y colorida, están como anegadas de penas y su color opaco es como el cemento ya fraguado. Uno no ve, no puede ver gente caminando por estas calles hechas de mucha bronca, en realidad no se ve a nadie, se imagina la bronca de la gente por el hecho de que no andan por las calles de mi barrio, como si tuvieran bronca, mucha bronca. Hay un paisaje de casas, coches, perros entumecidos y veredas desparejas, los árboles ya no respetan los canteros y andan haciéndose amores con cualquier pájaro que vuele por ahí, persiguiéndolos porque hay tan pocos.
En estas calles de mucha bronca hay veces que tropiezo con algún cascote que me trae aquel recuerdo, por la forma de estar de ese cascote, por su color, por tener los bordes agudos, por hacerse notar y entonces me agacho, lo recojo, lo admiro y me siento en  cualquier lugar iluminado para vivirlo un poquito de nuevo.

Caía la tarde por la persiana torcida y desarreglada de cortinados amarillentos inimaginables. El rumor de la avenida Rivadavia había menguado y nos sentamos como pudimos en ese lugar atestado de cosas por aquí y por allá, evidentemente no estaba dentro de las preocupaciones de mi amigo el orden y la limpieza y me deprimió un tanto aquella primera alegría de volver a verlo luego de tanta ausencia no mencionada. De esa primera noche solo tengo sombras del piso en el que dormí o dormité, sombras de las sábanas y del  colchón que no dispuse, sombras del hambre de comida y de desencantos, sombras de la falta de bombitas de luz en el departamento,... y finalmente se hizo un nuevo día.
La mañana trajo un sinnúmero de preguntas sin respuestas... dentro de ese abandono, bajé a dar mis primeros pasos por el perímetro del barrio Congreso.

Ahora me doy cuenta que estoy de huelga de panzas vacías, de pelos escasos, de zapatos sin lustrar, de camisas arrugadas.
Ahora me doy cuenta que puede hacer frío, puede llover, puede ser viento, puede ser triste.
Ahora me doy cuenta que no hace falta un papel para escribir, que no hace falta tiempo para hacer, que no hace falta dormir para soñar.

En nuestros encuentros en la ciudad de donde veníamos no nos aburríamos nunca, ambos éramos de poco hablar, no había rutinas, siempre nos hacía falta ese encuentro silencioso y meditado como para apoyarnos uno en el otro, solo estando cuando fuera menester y no había la mezquindad que suele darse entre hombre y mujer, esa inquina que surge de los celos, de la palabra cariñosa pendiente, de la caricia que no fue dada, de la duda, o certezas mentirosas.
Él solía mirar a las mujeres con los ojos inyectados en libidinosos pensamientos,  quizás por la impotencia de que le negaran su afecto. Yo en cambio era un enamoradizo y me divertía su entusiasmo que nunca se marchitaba a pesar de ser claro y notorio el rechazo que en las chicas producía. Yo las comprendía a ellas porque más de una vez necesité hacer uso de mi buena voluntad ante sus efluvios corporales.
Una vez cuando estudiábamos inglés en una escuela nocturna (solo porque era gratis) y que habíamos dado en ella vaya a saber porqué papelito descubierto en algún turbio pasillo universitario lo vi metejoneado con una chica, que no recuerdo su nombre pero sí que de todas las que con nosotros compartían aquellas clases era la más fea. Bien dicen que el amor es ciego y Cosme andaría pasando por ese dicho porque el tipo cuando nos íbamos aquella noche ya terminada la clase de inglés me hizo señas en la vereda que lo aguardara, lo vi acercarse a la puerta, hacerle señas a ella, lo vi dubitativo con los gestos, la vi a ella con las carpetas en la mano y el guardapolvo desarreglado, me vi a mi no entendiendo nada y saludando de reojo a las mellizas y a Ingrid, y finalmente lo vi venir hacia mí como nunca lo había visto antes, molido por la pesadumbre de un rebote feroz, y la noche ya ocupando el día.
No estoy errado si arriesgo que lo que sentíamos uno por el otro era esa confianza a cualquier cosa que hiciéramos o conversáramos por denigrante o vergonzosa que la misma pudiese ser, esas cosas que incluso a veces en las parejas o en los matrimonios no pueden más que insinuarse. Y ahí andábamos casi todos los días encontrándonos, horadando en la noche, en las calles, en la plaza, nunca íbamos a bares o cafés porque no teníamos los recursos negados a nuestra identidad de hijos de padres de clase media en decadencia.

Hoy te convertiste en inalcanzable, Ay poema, que has hecho,… que hilo infortunado te llevó al descuido burdo y simple, fue la pasión o fue el temor al amor, que sendero escarpado y cubierto de polvo del pasado te arrastró al equívoco, o quizás no fuera así…
Hoy todo eran piedras, todo fue adoquines, todo un dolor que ni puede hablarse. Hoy estamos lo mas lejos que se puede estar en este planeta. Tengo que cerrar puertas, no sé, perder las llaves, no sé, tachar rostros, no sé, vivir la vida, no sé, ya no leo, no sé, ya no estoy, no sé

Buenos Aires fue, es y será un paquidermo húmedo y palpitante de cosas por conocer. Para los que somos nacidos en el interior hay impresiones que se clavan en nuestras formas y nos pasman cuando a esta ciudad arribamos por primera vez. Uno llega a experimentar el ser como un molinete fijo y metálico, la desazón al captar que todo el mundo sabe hacia donde se dirige y el recuerdo de todas las recomendaciones que te han dado y que resultan inaplicables porque ya no pueden recordarse.

Ahora me siento mas tranquilo, como si los brazos no me pertenecieran, y no quiero que me los devuelvan, así me siento mejor, así…

A la segunda noche en Buenos Aires conocí sin preámbulos la oscuridad, la ferocidad de una ciudad ansiosa de fagocitar espíritus nuevos. El cabezón Lemus no vino con nosotros, y me pareció entenderle a Cosme en un lenguaje que lo identificaba “éste fue por sábanas limpias y una buena cena a lo de su tía, de nuevo”. El franchute se había convertido en una rata de la ciudad y como tal sería correcto decir que sobrevivía en aquellas cloacas aprovechando saldos de los mercados cuando los había y disponía metálico, sino intentaba desplegando todo su encanto que lo invitaran, provocaba la invitación ya fuera por el concepto que de él se formaban o simplemente por lástima. Esa noche íbamos por la calle Corrientes deslumbrándome con las luces de neón, y los tumultos de los teatros. Él avanzaba y avanzaba y yo lo perseguía como a una presa para no extraviarme en ese mundo fragoroso, aquella masa humana que se manifestaba como el ir y venir de una boca engulléndome, masticándome, mordiéndome.

No, no estoy partido, estoy quebrado, pero aún puedo caminar, no, no puedo, me equivoqué,… acabo de dar un paso tan largo que mi corazón no pudo aguantar.

Las noches en el club Universitario, cuando quedábamos en encontrarnos sin compromiso, necesitando manifestar un enfático y despreocupado quizás, pero sabiendo íntimamente el deseo de que sí y así volvíamos a la próxima fiesta, el buscarnos en la penumbra y la confusión de las luces multicolores y centelleantes, el humo de los cigarrillos que le daban ese toque irreal, y encontrarnos o pensar que nos encontrábamos y luego la verdad de que no habías ido pero quedándome, mintiéndome, estirando mi engaño y los minutos, para darte un tiempo que no utilizarías porque ya quizás lo habías utilizado y no saber si habías tenido algún contratiempo o no habías tenido con quién venir, pero no, o mejor sí porque entonces ya me disponía a hacer planes para la próxima semana y entonces ya podía volver tranquilo, la paz ganada y cansado, desandar la calle Sarmiento hasta remontar la loma, las gotas del día cayendo despacio, tímidas al principio, juntas luego, y entrar sigiloso al dormitorio improvisado que me aguardaba, y con los últimos vestigios de ganas colocar las sábanas sobre el sofá aún sin abrir, quitarme los zapatos sin desatar los cordones y recostarme con el todo, el sol colado por los huecos que dejaba la persiana y quedarme ahí casi dormido y latiendo a medio camino entre la vigilia y el anhelo del próximo encuentro…

Miro y miro, ahí está como dormido de temores, lo toco y toco, pruebo un bocado, lo miro…está encendido, ¿hay señal?...

Tengo un enorme apretujamiento dentro de las costillas, al médico debo ir, llegué, gracias por atenderme doc, qué tiene, no sé acá me molesta, quítese la camisa, pero mire que no es de afuera, no importa igual, pero que flaco que está, que pasa no come, y… , hace algún ejercicio, y… , duerme bien, y… , que le gusta hacer, y…, bueno si no me dice nada a mi va a tener que ir a otro lado, adónde, le puedo recomendar al Dr. Cura, y cuál es su especialidad, la que Ud. necesita, y cuál necesito, alguien que se dedica a los dolores que Ud. tiene, que dijo, eso, pero… , nada de peros se me va ya mismo, pero… , acá tiene la dirección, pero… , le dije que nada de peros yo le voy avisando ahora mismo, bueno.
Doctor Cura que somos, como que somos, claro somos lo que sentimos o lo que podemos, qué buena pregunta, y, y que, si me contesta, pero es que no sé, como que no sabe, es que nunca me la habían hecho, pero Ud. no es doctor, quien le dijo, el doc que me atendió y lo llamó, ah, ah qué, es que entonces no le aclaró, que me tenía que aclarar, a que me dedico, pero él me dijo que Ud. era doctor, y así es, y entonces, lo que pasa que me dicen así por mi experiencia, y cual es si puede decirme su experiencia, curo de amores imposibles, ah ahora entiendo, que entiende, yo me entiendo, bueno, y ahora como seguiríamos, y cuénteme que lo trae,…

Te miro y vuelvo a mirarte, seguís ahí, madurando, tomándote tu tiempo, me pregunto porqué,…

…, no sé me molesta acá, ahá, me saco la camisa, para qué, y como para qué para que me revise, no, no hace falta, no, que hago, cuénteme su última semana, fue larga, tengo tiempo…

ELLA VA Y VIENE POR LA COCINA

Ella va y viene por la cocina con sus pasos nudosos, traslada una jarra de lugar, guarda aquel plato, coge el repasador y luego cambia la bolsa del cesto de la basura. Ella va y viene por la cocina, y su andar revela la expresión de silencios diferentes. No son esos silencios en los que faltan los sonidos, no, son aquellos otros, de cuando Ella va y viene por la memoria de las ausencias, de cuando traspone el living de las visitas que no llegan, de cuando recibe esas cartas de postales, tan breves.
Sonidos, silenciosos sonidos de mis llamados apresurados, mientras Ella va y viene por la cocina. Me parece verla ahora que estoy escuchando el agua rodar por la pileta de la cocina, la oigo descender por los desagües, hervir en la pava olvidada sobre el fuego, la vuelvo a escuchar chapoteando como la lluvia en el corredor del patio, yendo y viniendo por las grietas de las mejillas, surcos de tantos días de ir y venir por la cocina. Ella se sienta y se levanta una y otra vez, sin prisa y también sin espacios para las alegrías, Ella va por un vaso de agua y enseguida regresa por la botella, ahora acomete una cesta con pan y de pronto, se detiene observándola. Abre la heladera y la vuelve a cerrar sin introducirse en el frío de la nostalgia, Ella disimula, olvida su necesidad fisiológica en aquella hora en que su necesidad de afecto la atormenta. Ella sigue yendo y viniendo por la cocina. Ella va y viene por la cocina sin explicar esa costumbre de silencios que paradójicamente le hacen compañía, que le indican el camino, y entonces su espalda menuda y redondeada marcha inclinada sobre la merienda, y se le resquebraja como un cartón, se le escuchan los crujidos arrugados y aplastados, previos, a punto de tirarse en el depósito de los desperdicios, mezclándose con el revolver áspero de la cuchara en el azúcar. Ella va y viene por la cocina y se voltea una y otra vez, intuyéndome, adivinándome, y hay veces en las que sonríe encontrándome, su rostro adquiere una forma de éxtasis muy particular y le surge la sonrisa cómplice. Ésa, que se parece a la de aquel tiempo en el que siendo adolescente, me inclinaba con empeño sobre las carpetas y los libros del colegio, mientras Ella iba y venía por la cocina. Ahora Ella sonríe y pestañea, la veo hurgando meticulosa mis diferentes formas de silencio. Las de aquel muchacho, que luego del almuerzo y cuando la casa se aletargaba en el caluroso verano, remontaba los baldíos del barrio. O las de ese joven que en las madrugadas se arropaba apurando el paso, volviendo siempre solitario, por la avenida de los perfumes y de los humos. Ella va y viene por la cocina y soy parte de su ir y venir, de su compañía de silencios, de las visitas que no llegan o que se marchan apresuradas. Ella va y viene por la cocina, de mi crecerle lejos y de mi morirle cerca. Ella va y viene por la cocina, y cada vez va más, y viene menos, y ya no vuelve de aquellos diálogos exentos de palabras. Ella no vuelve a esta actualidad de ausencias de mí. Ella no volvió finalmente de allá, cuando iba y venía por la cocina tropezándose con mi andar flaco que le amenazaba el futuro, y que aún así, Ella iba y venía, y persistía, y me rozaba, y me tocaba, y me vivía.

sábado, 25 de junio de 2011

YO TENGO UN PERRO QUE SE LLAMA NERO


Nuestra mayor virtud, la sensibilidad brotándonos de los ojos.

Nuestro mejor defecto, esa necesidad de agua,

la de nuestros cuerpos


Yo tengo un perro que se llama Nero, y les cuento esto como si fuera un manotazo, una bocanada atolondrada a la esperanza, será quizás el encontrar a alguien, o talvez sea algo, un lugar, un recuerdo, una memoria, un día en el futuro, cualquier cosa que lo devuelva a ladrar morisquetas a esos olores que solo él percibe, cuando su hocico desafiante y provocativo se alzaba, y miraba a nadie y solo él sabía, sólo él intuía y presentía, y se anticipaba… Extraño su soberbia de manto negro, esa altanería principesca anunciándose estruendosa con sus ladridos por todo el barrio, extendiendo sus dominios más allá del patio de mi casa y aún diría extramuros del vecindario, sin temores, sin pausas ni prejuicios, desaforado y pisoteando el barro donde el pasto se ausentaba por su andar incansable y vigilante, salpicando veredas y estableciendo límites nuevos o repasando lo ya conquistados, con ese fluir inquebrantable, fuerte, caliente, indómito, así quisiera volver a verlo como en aquella ocasión en que lo observé y pensé: “ Hasta cuando se aburre no se detiene. Nero aburrido no deja de estarse tranquilo… se pone a crecer”.

Yo tengo un perro que se llama Nero, comencé diciéndoles. Pero sería mejor decir, que tengo un recuerdo que se llamaba Nero.

A Nero, los ladridos se le escapan hoy como si fueran lamentos sarmentosos, de un asolado, apenas significan pedacitos de bufidos, que por ahí le asoman y con cierto resquemor le vibran entre los dientes que ya no imponen respeto, se le van redondeando, corrijo, se le han redondeado, de pena y también quizás de olvido.

Esas fauces otrora feroces horadaban sin piedad ni conciencia, inocentes, y ese paladar gestual y oscuro, ya no produce la inquietud de antaño.

Extraño esa animalidad fuera de sí, que rompía el orden y la rutina, ese alterarnos el descanso en las madrugadas cuando algún sueño se aventuraba por los techos del vecindario, o los vecinos quejándose, llamándome, deteniéndome en la calle o en la verdulería para cuestionarme y amonestarme y marcharse luego satisfechos de las respuestas que les daba, o simplemente quedarse callados y mirarme boquiabiertos sin comprenderme. Ellos quedaban estupefactos en las anécdotas que les narraba, si hasta Amanda una vez, llegó a invitarme un domingo a barrer con ella su vereda mientras me rogaba que por favor le hablara de los ladridos de Nero, qué había sido de ellos que ya no se sentían por el barrio, si ya no vivía con nosotros, si acaso estaba enfermo, y yo la miraba incrédulo y mis intentos de respuesta se diluían entre su artillería de lamentos mientras barríamos la vereda.

"Nero y esa forma de estarse con los músculos prestos y tensos y la cruz de su lomo rígidamente arqueada y lista para asaltar, para perderme, para vivirme."
En casa o con los amigos nos la pasamos conversando sobre lo que a Nero le puede estar ocurriendo, alguno me ha preguntado si lo saco a pasear fuera de las horas que marcan los relojes, y he caído en la cuenta que hace un año salíamos mucho más de esos relojes, que ahora incluso siento como que me importuna y molesta un tanto, cuando llega el aire de su paseo habitual, ése que es en general después del almuerzo, cuando la mente relaja su actividad, ya sea que esté el cuerpo sentado o recostado, y hasta parecen demorarse los vuelos de los pájaros, y él que se va poniendo ansioso de presentir la costumbre de la salida y se asoma cuando estoy ordenando la vajilla y los cubiertos, alzándose en sus patas, apoyando el hocico en el antepecho de la ventana de la cocina, y mirándome con ojos que me taladran el corazón de una angustia gelatinosa e inasible.

"Cuando me acerco a recoger la correa con la que lo saco a pasear, me saltonguea alrededor jugándome y su hociqueo es tan cercano, que siento su aliento a pasto húmedo rozándome la cara.
De tanto salto y bailoteo, hay algunas veces que me pisa, y cuando eso ocurre, entonces me enojo y lo amonesto: ¡Nero! Le grito, y suele ser suficiente para que decrezca por unos momentos el intrépido entusiasmo; en esos instantes, suelo aprovechar para colocarle la correa entre sus movimientos espasmódicos, y vuelve entonces el grito: ¡Nero!, pero ya no hay nada que lo detenga, ni gritos, ni amagues de golpes, o mis manotazos que se encuentran con su cuerpo duro y peludo rebotando en él, como una pelota de plástico, doliéndome luego los huesos y la frustración. Así y todo no logra dominarse, esa funesta e imperiosa necesidad que la manifiesta a los revolcones atropellándome y que a veces me hace reír y que otras me hace rabiar."
Sigo pensando qué hacer, como quitarlo de ese autismo que se le incrustó en el cuerpo, y mientras lo escribo desde mi pieza, observo el patio floreciendo
tengo un parque bonito y la habitación deja que la luz y el verde la invadan y conquisten-, ahí está él, echado en el umbral, arrebujado sobre sí mismo, mirándome o quizás extrañado de verse en el reflejo del vidrio, se le cae la tristeza por los ojos, sin comprender ni él ni yo, presintiéndome con su fino instinto, dentro, en algún sitio o temiendo estarse equivocando, quizás el haber perdido su olfato.

"Cuando llega la noche y salgo al patio para darle de comer tres rigurosas tazas de balanceado- vuelve a practicar su incansable danza en mi entorno que hacen surgir súbitas mis palabras de enojo y vuelve a retraerse, el estómago rugiéndole y yo queriendo que se quede quieto, la mirada incomprensiva y yo hablándole como a una persona, el pelaje alerta y yo que le arrojo la furia de mi impotencia junto con su alimento, y no importa mi gesto, él no se ofende, él no me grita ni me discute, él no se queja aunque haga frío y duerma afuera, aunque llueva y se moje, Nero jamás pone cara de bronca, o de envidia, o se burla en su forma de mirarme, nunca, aunque yo haya alzado la voz y a veces la mano."
Andamos todos en casa tristes y preocupados, Nero no está en el patio, buscamos en todos los lugares posibles en los que suele ocultarse y nada, salimos a la calle dividiéndonos para poder así abarcar una zona más amplia. Plúmbeo, detenido y aburrido por su pesadez… plomizo. Así comenzó el día siguiente en el que él había desaparecido, las horas escanciaron como una turbiedad irremovible.

Retornamos al cabo de una hora y ninguno vino con noticias, caminamos, preguntamos, tocamos timbres, andábamos por la ciudad como obsesionados por la desesperación que comenzó a sentírsenos cuando pasaban los minutos y no podíamos hallarlo. Nero se ha ido de casa, no, eso no puede ser posible, él nunca se iría, no lo vimos disconforme jamás, quizás un poco extraño, casi triste, feliz, pero casi triste, no, Nero no se iría nunca. Y necesito gritármelo para creérmelo. Y mientras esta afirmación me sacudía el cuerpo empecé a preocuparme seriamente y a encogerme como si estuviera durmiendo recordando el vientre materno, y sentí miedo, todos en casa comenzaron a respirarlo como si la primavera de pronto hubiera retrocedido y entráramos nuevamente en el invierno, y temimos que hasta las hojas del ciruelo y sus brotes comenzaran a caérsele.

"Cuando lo trajimos a casa era como un juguete para los chicos y para los grandes, un peluche más. Sus gracias nos hacían felices, y todos nos peleábamos para tenerlo, jugar con él, acariciarlo, y él se arrollaba en alguna falda, alrededor de nuestros zapatos o llorisqueaba si se quedaba solo en el patio y claro es que como cachorro y huésped nuevo andaba de acá para allá extrañando olores y sobre todo el calor de los cuerpos y los lugares. Qué noche la primer noche, ni él ni nosotros pegamos un ojo, de esa época comenzaron las quejas y sus cuentos por el vecindario. Recuerdo haberme levantado e ir al patio, porque le habíamos armado en el galponcito del fondo un corralito. Lo encontré salido de los límites del mismo, esas cuatro tablitas que intentamos armarle y había charquitos por todos lados, rememoro que puse mis pies (descalzos) en uno de ellos y que me enfurecí y le grité. Nerito ni siquiera pareció escucharme atragantado y ahogado de sollozar por horas y cuando lo alcé se empujó hacia mí y se calló inmediatamente. Y sentí la gratitud de su alivio en mis brazos."
No dimos finalmente con Nero, nosotros no lo encontramos, él fue quién nos volvió un día domingo en la mañana. Traía el cuerpo estragado de quiebres y la mirada llena de alucinaciones, las orejas se le caían a los lados cuánto calcio le habíamos dado de cachorro temiendo que no fueran a erguírsele nunca-, su andar era titubeante como el de un viejo, los pasos se le ladeaban, y no conseguía mantener una línea. Yo intentando cortar el pasto del jardín en el frente de mi casa, y siempre atento a cualquier perro que fuera extraño no lo reconocí. Tan cambiado se hallaba. Incluso creo que su manto negro, que lo caracterizaba en su estirpe, se le había encanecido y hasta amarronado, confundiéndosele con el pelo que le escaseaba en las patas.

"Quisimos educarlo, enseñarlo, que supiera estarse quieto, que no ladrara cuando teníamos visitas, que no nos enloqueciera corriendo por entre nuestras piernas, por sobre las plantas o cuando los chicos salían al patio a jugar. En suma, queríamos reducirle la locura que le imprimía su instinto de no enseñado. Pero no lo conseguimos, él era así, cuando el instructor
porque los tuvo- le decía muy serio: “Sentáte”, él se le acercaba y le lamía el dedo índice que aquel mantenía extendido. Cuando el instructor le decía: “Ataque”, y le señalaba un muñeco hecho con maderas y trapos, plantado como un espantapájaros, él se acercaba al mamotreto, le daba un par de vueltas y lo meaba. No señor, no hubo caso, ése instructor se marchó, vino otro y luego otro, y todos fueron desistiendo ante la vulgaridad implícita que vaya a saber de donde la traía este ovejero alemán, que su estampa de raza ignoraba completamente."

Se acercó hasta la reja que permitía entrar a la casa, se la abrí sorprendido y sin saber que decirle, advertí que a diferencia de otras veces, ya no movía la cola como antes cuando me veía, que su pata trasera izquierda reflejaba un temblor desconocido, que estaba mugriento y sobre todo que no me miraba directamente a los ojos, sino que parecía atravesarme sin proponérselo y sentí la fugacidad de la vida. No entró, no quiso o no pudo entrar. Se quedó en la vereda como esperando que yo alzara la voz como antes, que me enojara con él, que mi impaciencia para con su conducta se reflejara en levantar la mano amenazadoramente. No avanzó, pero tampoco retrocedió, y cuando parecía que íbamos a estar en esa confusión y desencuentro un rato más, de pronto me olisqueó la botamanga del vaquero, y sentí en ello una ternura y amor indecibles, y advertí que extrañaba ese entrometimiento que antes me ofuscaba sobremanera. Alzó la vista y un dejo melancólico le asomó por la comisura de su boca.

"Fue creciendo y en ese crecimiento los chicos y nosotros, nos fuimos olvidando del interés inicial por mimarlo, en menos de un año ya tenía el tamaño de un adulto, se puso grande y manifestaba una fortaleza inmanejable, lo que antes nos causaba gracia ahora nos molestaba, le cerrábamos las puertas, lo echábamos de algunos lugares a los que antes accedía, le gritábamos órdenes o retábamos con desmesura, de una forma que no era proporcional con su falta. El creció y nosotros nos endurecimos con su crecimiento. Llegué hasta pensar que nos molestaba eso mismo, su mirada y su crecimiento."
Ahora todas las mañanas cuando me voy a trabajar cruzo la calle y le dejo la galletita Express que siempre le arrojaba desde la ventana de la cocina. Nero no volvió a casa nunca más. No quiso entrar al patio, su patio, se instaló enfrente, donde hay un paredón extenso que cierra un terreno baldío. Se ha echado en la vereda de vainillas rojas, esa que ondula acompañando las deformaciones impresas por
el abandono, las patas traseras contra el paredón, junta el hocico con las delanteras y acerca los ojos, y ahí se queda por tiempos que duran sin límites, mientras, yo sigo yendo y viniendo, y cuidándolo.

"Recuerdo verlo sestear en la lomita del patio, zambullido en el pastizal aún por cortar, el sol cobijándolo en el invierno y las torcazas, zorzales y tordos rondándole, parecía un muerto, los signos de la vida le asomaban cuando con sus orejas espantaba alguna mosca. Él no se enojaba con ellas, ni siquiera abría los ojos, ladraba o se levantaba, solo las trataba con la indiferencia del olvido. Se lo veía a gusto en ese mundo, y yo me preguntaba cuáles serían sus imágenes en ese dormirse, sus costumbres eran simples, sus necesidades básicas, su entusiasmo por la vida incontenible. Su entusiasmo era un vértigo que le afloraba en esa forma de mirarme."
Aún le sigo levantando las porquerías que le arroja el cuerpo, cruzo con una bolsa, la escoba y una palita, recorro el perímetro de sus diluidos dominios, extranjeros, él está expectante, casi con la actitud de un inmigrante, ni siquiera alza la cabeza ni cambia el gesto adusto y penoso, mientras me muevo me recorre con sus ojos llenos de pupila. Ordeno como puedo su entorno intentando no molestarlo, le renuevo el agua que le dejo junto al árbol más cercano y vuelvo a mi casa. Entro resignado, camino hacia la cocina y vuelvo sobre mis pasos, voy hacia el frente, no puedo dejar de observarlo detrás de las cortinas del living que apenas descorro, y temo que descubra mis ganas de verlo. Me quedo detenido y olvidado del día y de la hora, lo veo pararse, siento la ausencia de sus ganas, olisquea el aire con esfuerzo, recorre mis movimientos, el de mis pasos, el de la escoba, el de dejarle el agua y bebe un poco y se ovilla una vez más contra el paredón, ése que ahora no dispone de límites, pero tampoco de gritos ni de afectos.

"Cuando era chico me preguntaban que quería ser cuando fuera grande y yo me imaginaba siendo futbolista o dedicándome al juego de ajedrez o quizás pintando. Cuando estaba por terminar el secundario me hicieron uno de esos tests vocacionales, que en aquella época eran una novedad. Me dijeron que podía dedicarme a las ciencias exactas y recalé en una decisión que duró el tiempo de llenar un formulario en una de las ingenierías disponibles. Hoy si alguien me preguntara que me hubiese gustado ser, diría sin dudarlo: “Me hubiese gustado ser como Nero."
Los vecinos que lo reconocen como aquel que soltaba en las madrugadas los sueños por los techos del vecindario, lo tratan amistosamente y le demuestran su cariño, y nosotros estamos contentos de tenerlo cerca, al menos lo que queda del recuerdo de Nero, y cada tanto nos inundamos un poco de tristeza. Amanda, con la que a veces los domingos barremos su vereda, lo visita todas las tardes, ella le habla y él le presta atención y cuando se va porque el frío se la lleva a su casa, Nero retorna a manifestarnos su silencio. Pienso en lo que debemos de haberle dicho, hecho, gritado o ignorado, a él, que siempre estuvo cuando lo necesitamos o cuando tampoco lo queríamos ver, a él, que siempre daba la cara aunque le alzáramos la voz o lo que es peor la mano, a él, que nunca hizo uso de su animalidad en nuestra “humanidad”.

TE VAS ALFONSINA


Te vas Alfonsina vestida de mar,
ella hoy cocina y cuando esto hace algunos sonríen y otros, otros escriben y esperan, quince sirenitas te llevarán, camino por el otoño, pasándolo, entrometiéndome en un abrigo, y veo el rastro ocre en la vereda de los árboles muriéndose, y una voz antigua de viento y silencio llegó hasta el agua profunda, ella cocina y yo almuerzo como día de semana, hoy pizza, y un sendero solo de penas mudas llegó, hasta la espuma, el mantel, la vajilla, el vino a temperatura ambiente, correr las cortinas, el repasador fuera de lugar sobre la mesa, te vas Alfonsina con tuuuu soledad, el día se escucha hoy más real, la fortuna me acerca el aturdimiento de las charlas de las otras mesas, que poemas nuevos fuiste a buscar, falta poco, el horno ya se apagó, el postre se enfría, nanananannannnannan… una agua profunda, fútbol inevitables chanzas de anoche, el hombre de la otra mesa me introduce abruptamente en la conversación, -silba- llegó hast ala sespumamam, me pican un poco los ojos como si estuvieran cortando cebolla, es que siempre fui muy sensible a eso, me pican y no hay forma de que el postre de flan con queso no vaya a estar exquisito de sonrisas y de buen apetito, te vas Alfonsina con tuuuu soledad, salgo del mesón, regreso al trabajo por otro sendero, no quiero repetir, es que luego no puedo volver a sentirme igual, y un sendero solo de penas mudas, hace más otoño que antes de venir, hace más charla de señor, señor, hace más cebolla cortándose, y una voz antigua de viento y silencio llegó, es lógico que haya ido a una librería, siempre que ella cocina me dan ganas de irme a una librería, hasta laespumaaa… y así vuelvo acompañado, te vas Alfonsina…hasta que no importe, con tu soledad…