sábado, 25 de junio de 2011

YO TENGO UN PERRO QUE SE LLAMA NERO


Nuestra mayor virtud, la sensibilidad brotándonos de los ojos.

Nuestro mejor defecto, esa necesidad de agua,

la de nuestros cuerpos


Yo tengo un perro que se llama Nero, y les cuento esto como si fuera un manotazo, una bocanada atolondrada a la esperanza, será quizás el encontrar a alguien, o talvez sea algo, un lugar, un recuerdo, una memoria, un día en el futuro, cualquier cosa que lo devuelva a ladrar morisquetas a esos olores que solo él percibe, cuando su hocico desafiante y provocativo se alzaba, y miraba a nadie y solo él sabía, sólo él intuía y presentía, y se anticipaba… Extraño su soberbia de manto negro, esa altanería principesca anunciándose estruendosa con sus ladridos por todo el barrio, extendiendo sus dominios más allá del patio de mi casa y aún diría extramuros del vecindario, sin temores, sin pausas ni prejuicios, desaforado y pisoteando el barro donde el pasto se ausentaba por su andar incansable y vigilante, salpicando veredas y estableciendo límites nuevos o repasando lo ya conquistados, con ese fluir inquebrantable, fuerte, caliente, indómito, así quisiera volver a verlo como en aquella ocasión en que lo observé y pensé: “ Hasta cuando se aburre no se detiene. Nero aburrido no deja de estarse tranquilo… se pone a crecer”.

Yo tengo un perro que se llama Nero, comencé diciéndoles. Pero sería mejor decir, que tengo un recuerdo que se llamaba Nero.

A Nero, los ladridos se le escapan hoy como si fueran lamentos sarmentosos, de un asolado, apenas significan pedacitos de bufidos, que por ahí le asoman y con cierto resquemor le vibran entre los dientes que ya no imponen respeto, se le van redondeando, corrijo, se le han redondeado, de pena y también quizás de olvido.

Esas fauces otrora feroces horadaban sin piedad ni conciencia, inocentes, y ese paladar gestual y oscuro, ya no produce la inquietud de antaño.

Extraño esa animalidad fuera de sí, que rompía el orden y la rutina, ese alterarnos el descanso en las madrugadas cuando algún sueño se aventuraba por los techos del vecindario, o los vecinos quejándose, llamándome, deteniéndome en la calle o en la verdulería para cuestionarme y amonestarme y marcharse luego satisfechos de las respuestas que les daba, o simplemente quedarse callados y mirarme boquiabiertos sin comprenderme. Ellos quedaban estupefactos en las anécdotas que les narraba, si hasta Amanda una vez, llegó a invitarme un domingo a barrer con ella su vereda mientras me rogaba que por favor le hablara de los ladridos de Nero, qué había sido de ellos que ya no se sentían por el barrio, si ya no vivía con nosotros, si acaso estaba enfermo, y yo la miraba incrédulo y mis intentos de respuesta se diluían entre su artillería de lamentos mientras barríamos la vereda.

"Nero y esa forma de estarse con los músculos prestos y tensos y la cruz de su lomo rígidamente arqueada y lista para asaltar, para perderme, para vivirme."
En casa o con los amigos nos la pasamos conversando sobre lo que a Nero le puede estar ocurriendo, alguno me ha preguntado si lo saco a pasear fuera de las horas que marcan los relojes, y he caído en la cuenta que hace un año salíamos mucho más de esos relojes, que ahora incluso siento como que me importuna y molesta un tanto, cuando llega el aire de su paseo habitual, ése que es en general después del almuerzo, cuando la mente relaja su actividad, ya sea que esté el cuerpo sentado o recostado, y hasta parecen demorarse los vuelos de los pájaros, y él que se va poniendo ansioso de presentir la costumbre de la salida y se asoma cuando estoy ordenando la vajilla y los cubiertos, alzándose en sus patas, apoyando el hocico en el antepecho de la ventana de la cocina, y mirándome con ojos que me taladran el corazón de una angustia gelatinosa e inasible.

"Cuando me acerco a recoger la correa con la que lo saco a pasear, me saltonguea alrededor jugándome y su hociqueo es tan cercano, que siento su aliento a pasto húmedo rozándome la cara.
De tanto salto y bailoteo, hay algunas veces que me pisa, y cuando eso ocurre, entonces me enojo y lo amonesto: ¡Nero! Le grito, y suele ser suficiente para que decrezca por unos momentos el intrépido entusiasmo; en esos instantes, suelo aprovechar para colocarle la correa entre sus movimientos espasmódicos, y vuelve entonces el grito: ¡Nero!, pero ya no hay nada que lo detenga, ni gritos, ni amagues de golpes, o mis manotazos que se encuentran con su cuerpo duro y peludo rebotando en él, como una pelota de plástico, doliéndome luego los huesos y la frustración. Así y todo no logra dominarse, esa funesta e imperiosa necesidad que la manifiesta a los revolcones atropellándome y que a veces me hace reír y que otras me hace rabiar."
Sigo pensando qué hacer, como quitarlo de ese autismo que se le incrustó en el cuerpo, y mientras lo escribo desde mi pieza, observo el patio floreciendo
tengo un parque bonito y la habitación deja que la luz y el verde la invadan y conquisten-, ahí está él, echado en el umbral, arrebujado sobre sí mismo, mirándome o quizás extrañado de verse en el reflejo del vidrio, se le cae la tristeza por los ojos, sin comprender ni él ni yo, presintiéndome con su fino instinto, dentro, en algún sitio o temiendo estarse equivocando, quizás el haber perdido su olfato.

"Cuando llega la noche y salgo al patio para darle de comer tres rigurosas tazas de balanceado- vuelve a practicar su incansable danza en mi entorno que hacen surgir súbitas mis palabras de enojo y vuelve a retraerse, el estómago rugiéndole y yo queriendo que se quede quieto, la mirada incomprensiva y yo hablándole como a una persona, el pelaje alerta y yo que le arrojo la furia de mi impotencia junto con su alimento, y no importa mi gesto, él no se ofende, él no me grita ni me discute, él no se queja aunque haga frío y duerma afuera, aunque llueva y se moje, Nero jamás pone cara de bronca, o de envidia, o se burla en su forma de mirarme, nunca, aunque yo haya alzado la voz y a veces la mano."
Andamos todos en casa tristes y preocupados, Nero no está en el patio, buscamos en todos los lugares posibles en los que suele ocultarse y nada, salimos a la calle dividiéndonos para poder así abarcar una zona más amplia. Plúmbeo, detenido y aburrido por su pesadez… plomizo. Así comenzó el día siguiente en el que él había desaparecido, las horas escanciaron como una turbiedad irremovible.

Retornamos al cabo de una hora y ninguno vino con noticias, caminamos, preguntamos, tocamos timbres, andábamos por la ciudad como obsesionados por la desesperación que comenzó a sentírsenos cuando pasaban los minutos y no podíamos hallarlo. Nero se ha ido de casa, no, eso no puede ser posible, él nunca se iría, no lo vimos disconforme jamás, quizás un poco extraño, casi triste, feliz, pero casi triste, no, Nero no se iría nunca. Y necesito gritármelo para creérmelo. Y mientras esta afirmación me sacudía el cuerpo empecé a preocuparme seriamente y a encogerme como si estuviera durmiendo recordando el vientre materno, y sentí miedo, todos en casa comenzaron a respirarlo como si la primavera de pronto hubiera retrocedido y entráramos nuevamente en el invierno, y temimos que hasta las hojas del ciruelo y sus brotes comenzaran a caérsele.

"Cuando lo trajimos a casa era como un juguete para los chicos y para los grandes, un peluche más. Sus gracias nos hacían felices, y todos nos peleábamos para tenerlo, jugar con él, acariciarlo, y él se arrollaba en alguna falda, alrededor de nuestros zapatos o llorisqueaba si se quedaba solo en el patio y claro es que como cachorro y huésped nuevo andaba de acá para allá extrañando olores y sobre todo el calor de los cuerpos y los lugares. Qué noche la primer noche, ni él ni nosotros pegamos un ojo, de esa época comenzaron las quejas y sus cuentos por el vecindario. Recuerdo haberme levantado e ir al patio, porque le habíamos armado en el galponcito del fondo un corralito. Lo encontré salido de los límites del mismo, esas cuatro tablitas que intentamos armarle y había charquitos por todos lados, rememoro que puse mis pies (descalzos) en uno de ellos y que me enfurecí y le grité. Nerito ni siquiera pareció escucharme atragantado y ahogado de sollozar por horas y cuando lo alcé se empujó hacia mí y se calló inmediatamente. Y sentí la gratitud de su alivio en mis brazos."
No dimos finalmente con Nero, nosotros no lo encontramos, él fue quién nos volvió un día domingo en la mañana. Traía el cuerpo estragado de quiebres y la mirada llena de alucinaciones, las orejas se le caían a los lados cuánto calcio le habíamos dado de cachorro temiendo que no fueran a erguírsele nunca-, su andar era titubeante como el de un viejo, los pasos se le ladeaban, y no conseguía mantener una línea. Yo intentando cortar el pasto del jardín en el frente de mi casa, y siempre atento a cualquier perro que fuera extraño no lo reconocí. Tan cambiado se hallaba. Incluso creo que su manto negro, que lo caracterizaba en su estirpe, se le había encanecido y hasta amarronado, confundiéndosele con el pelo que le escaseaba en las patas.

"Quisimos educarlo, enseñarlo, que supiera estarse quieto, que no ladrara cuando teníamos visitas, que no nos enloqueciera corriendo por entre nuestras piernas, por sobre las plantas o cuando los chicos salían al patio a jugar. En suma, queríamos reducirle la locura que le imprimía su instinto de no enseñado. Pero no lo conseguimos, él era así, cuando el instructor
porque los tuvo- le decía muy serio: “Sentáte”, él se le acercaba y le lamía el dedo índice que aquel mantenía extendido. Cuando el instructor le decía: “Ataque”, y le señalaba un muñeco hecho con maderas y trapos, plantado como un espantapájaros, él se acercaba al mamotreto, le daba un par de vueltas y lo meaba. No señor, no hubo caso, ése instructor se marchó, vino otro y luego otro, y todos fueron desistiendo ante la vulgaridad implícita que vaya a saber de donde la traía este ovejero alemán, que su estampa de raza ignoraba completamente."

Se acercó hasta la reja que permitía entrar a la casa, se la abrí sorprendido y sin saber que decirle, advertí que a diferencia de otras veces, ya no movía la cola como antes cuando me veía, que su pata trasera izquierda reflejaba un temblor desconocido, que estaba mugriento y sobre todo que no me miraba directamente a los ojos, sino que parecía atravesarme sin proponérselo y sentí la fugacidad de la vida. No entró, no quiso o no pudo entrar. Se quedó en la vereda como esperando que yo alzara la voz como antes, que me enojara con él, que mi impaciencia para con su conducta se reflejara en levantar la mano amenazadoramente. No avanzó, pero tampoco retrocedió, y cuando parecía que íbamos a estar en esa confusión y desencuentro un rato más, de pronto me olisqueó la botamanga del vaquero, y sentí en ello una ternura y amor indecibles, y advertí que extrañaba ese entrometimiento que antes me ofuscaba sobremanera. Alzó la vista y un dejo melancólico le asomó por la comisura de su boca.

"Fue creciendo y en ese crecimiento los chicos y nosotros, nos fuimos olvidando del interés inicial por mimarlo, en menos de un año ya tenía el tamaño de un adulto, se puso grande y manifestaba una fortaleza inmanejable, lo que antes nos causaba gracia ahora nos molestaba, le cerrábamos las puertas, lo echábamos de algunos lugares a los que antes accedía, le gritábamos órdenes o retábamos con desmesura, de una forma que no era proporcional con su falta. El creció y nosotros nos endurecimos con su crecimiento. Llegué hasta pensar que nos molestaba eso mismo, su mirada y su crecimiento."
Ahora todas las mañanas cuando me voy a trabajar cruzo la calle y le dejo la galletita Express que siempre le arrojaba desde la ventana de la cocina. Nero no volvió a casa nunca más. No quiso entrar al patio, su patio, se instaló enfrente, donde hay un paredón extenso que cierra un terreno baldío. Se ha echado en la vereda de vainillas rojas, esa que ondula acompañando las deformaciones impresas por
el abandono, las patas traseras contra el paredón, junta el hocico con las delanteras y acerca los ojos, y ahí se queda por tiempos que duran sin límites, mientras, yo sigo yendo y viniendo, y cuidándolo.

"Recuerdo verlo sestear en la lomita del patio, zambullido en el pastizal aún por cortar, el sol cobijándolo en el invierno y las torcazas, zorzales y tordos rondándole, parecía un muerto, los signos de la vida le asomaban cuando con sus orejas espantaba alguna mosca. Él no se enojaba con ellas, ni siquiera abría los ojos, ladraba o se levantaba, solo las trataba con la indiferencia del olvido. Se lo veía a gusto en ese mundo, y yo me preguntaba cuáles serían sus imágenes en ese dormirse, sus costumbres eran simples, sus necesidades básicas, su entusiasmo por la vida incontenible. Su entusiasmo era un vértigo que le afloraba en esa forma de mirarme."
Aún le sigo levantando las porquerías que le arroja el cuerpo, cruzo con una bolsa, la escoba y una palita, recorro el perímetro de sus diluidos dominios, extranjeros, él está expectante, casi con la actitud de un inmigrante, ni siquiera alza la cabeza ni cambia el gesto adusto y penoso, mientras me muevo me recorre con sus ojos llenos de pupila. Ordeno como puedo su entorno intentando no molestarlo, le renuevo el agua que le dejo junto al árbol más cercano y vuelvo a mi casa. Entro resignado, camino hacia la cocina y vuelvo sobre mis pasos, voy hacia el frente, no puedo dejar de observarlo detrás de las cortinas del living que apenas descorro, y temo que descubra mis ganas de verlo. Me quedo detenido y olvidado del día y de la hora, lo veo pararse, siento la ausencia de sus ganas, olisquea el aire con esfuerzo, recorre mis movimientos, el de mis pasos, el de la escoba, el de dejarle el agua y bebe un poco y se ovilla una vez más contra el paredón, ése que ahora no dispone de límites, pero tampoco de gritos ni de afectos.

"Cuando era chico me preguntaban que quería ser cuando fuera grande y yo me imaginaba siendo futbolista o dedicándome al juego de ajedrez o quizás pintando. Cuando estaba por terminar el secundario me hicieron uno de esos tests vocacionales, que en aquella época eran una novedad. Me dijeron que podía dedicarme a las ciencias exactas y recalé en una decisión que duró el tiempo de llenar un formulario en una de las ingenierías disponibles. Hoy si alguien me preguntara que me hubiese gustado ser, diría sin dudarlo: “Me hubiese gustado ser como Nero."
Los vecinos que lo reconocen como aquel que soltaba en las madrugadas los sueños por los techos del vecindario, lo tratan amistosamente y le demuestran su cariño, y nosotros estamos contentos de tenerlo cerca, al menos lo que queda del recuerdo de Nero, y cada tanto nos inundamos un poco de tristeza. Amanda, con la que a veces los domingos barremos su vereda, lo visita todas las tardes, ella le habla y él le presta atención y cuando se va porque el frío se la lleva a su casa, Nero retorna a manifestarnos su silencio. Pienso en lo que debemos de haberle dicho, hecho, gritado o ignorado, a él, que siempre estuvo cuando lo necesitamos o cuando tampoco lo queríamos ver, a él, que siempre daba la cara aunque le alzáramos la voz o lo que es peor la mano, a él, que nunca hizo uso de su animalidad en nuestra “humanidad”.

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