domingo, 23 de octubre de 2011

ALBERTO SOLIA

 Sé que no te veo
sé que ya no estás
cuánto por decirte
y por desahogar

Alberto solía llevar siempre algún bolsillo del lado derecho con el forro interior a medio guardar, o lo que quizás era peor, colgando un pañuelo grisáceo y arrugado asomándole; era en él habitual y bastante esperado y ya hacía tiempo habíamos dejado de sorprendernos y escandalizarnos de estas y de otras singularidades. Pensaba yo que aquello podía deberse a que los bolsillos eran demasiado pequeños para sus manos o talvez éstas demasiado grandes para ellos. En las tardecitas calurosas, pero más secas que las húmedas desde donde ahora escribo, podía vérselo ventilarse el cuerpo en sus ojotas celestes, las uñas de los pies asomándole sanas y envidiables al pie de atleta, el pantalón crema con las botamangas arremangadas al mejor estilo “pescadores”, o el short de baño apergaminado y rígido de la sal que había incorporado en el balneario Maldonado, al que solía ir con una asiduidad rayana en lo espartano durante los meses de enero y febrero, meses en los cuáles yo solía ser víctima de sus solicitudes y me encontraba más de una vez aguardando frente a la plaza Rivadavia el colectivito rojo que cada media hora o cuarenta minutos pasaba levantando las pocas personas que se animaban a aventurarse en esos cangrejales y piletas de agua salada que los meandros bahienses de la ría, permitían llegar para sosiego de algunos intrépidos como nosotros. Desde que se había convertido a pesar suyo en jubilado, era objeto de las carencias vacacionales en las costas del puerto marplatense. Que lindos recuerdos y añoranzas tengo de él posando a lo Gardel, sombrero estudiadamente ladeado, el cuerpo bronceado como solo aquellos cuerpos selectos pueden estarlo, casi un dios griego, la mirada gris o verdosa dirigida al mar o a las escolleras que sonreían de grafittis y de vida. Despertarme en aquellos challets que alquilaba por un mes sintiendo el olor a los miñones recién horneados y que nos aguardaban en la cocina, que él había ido a recoger muy temprano, el organizarnos con premura luego del desayuno y salir arrastrando bolsitos, sombrilla, cremas y esterillas a tomar el colectivo blanco que me parece llevaba el número 93, y corríamos como torpes citadinos necesitados de pisar con las falanges inferiores esos arenales y sumergirnos o hundirnos en las aguas de aquellas playas de mares encabritados a pesar de las escolleras, playas poco concurridas e incontaminadas aún, playas de otro tiempo, en el que Alberto llevaba puesta la camiseta musculosa fuera invierno o verano, con camisa o sin ella, la piel siempre morena y en verano más morena aún, que destacaban esos ojos inimaginables y que nadie luego pudo reproducir en nuestra familia, en ese gris que según se lo mirara era verde claro o quizás azulado o quizás una mezcla de todos, te miraba y aún así no podías estar seguro que esos ojos fueran de este mundo, el pelo ondulado y prolijo, siempre corto y apenas canoso aún entrado en los sesenta; y cuando se vestía con traje, hecho que paradójicamente era habitual también , te mostraba la pinta de Julio Sosa. Fue de las pocas personas que vi usar el sobre zapato para no mojarlos cuando llovía, las galochas. Le decían Nene, aún de grande, y me llevaba contra mi infantil resistencia a aquel bar de la calle Fitz Roy, cerca de lo de mis abuelos, donde su amigo Churrinche que nunca supe como se llamaba, atendía detrás de la barra y desperdigados por las mesas otras caras sonrientes me observaban la incomodidad de estar ahí. Recuerdo el apellido de Santarelli y aquel tipo de uñas curvas y largas, una cosa fea y rara, las uñas vaya a saber porqué, le giraban sobre cada dedo de la mano y llegaban hasta la yema de los mismos y en esos momentos yo desviaba la vista e intentaba desaparecer sin saber  como poner las manos dentro de los bolsillos de mis pantaloncitos cortos. De aquella época me ha quedado el artilugio de remover las articulaciones de los dedos de la mano de una manera diferente,  imitando a una persona que trabajaba con  Alberto que tanto había llamado mi atención, y aún hoy cuando surge en alguna reunión, esas raras virtudes que cada uno puede demostrar, siento placer y lo hago, mientras otros por ejemplo ponen los ojos en blanco o mueven una oreja, yo saco a relucir esa infantil conquista dejando a mi interlocutorio frustrado en vanos esfuerzos. Los soles que le daban ese tostado a la piel eran otros, eran sanos, no como los de ahora, estos soles contemporáneos te pican y se asemejan a un montón de mosquitos que te rondan todos a la vez y necesitás con urgencia buscar la sombra de cualquier cosa que la reproduzca, por pequeña que esta sea, aunque solo puedas colocar en ella una parte de una pierna, un brazo o talvez la cabeza. A Alberto lo recuerdo siempre como viniendo de tomar sol, de estar tirado bajo el mismo inmutable como las lagartijas, quizás él fuera ya morocho de chico por esa madre tucumana que parecía casi indígena en la terminación de sus rasgos y en las pocas palabras que recuerdo haberle escuchado y se le notaba además en las fotos que cada tanto encuentro aún cuando visito una vez o dos al año la casa de mis tías; su padre un aragonés pituco era muy blanco y de ojos claros que mostraban la soberbia de sentirse superior. El abuelo tenía un dedo que no podía maniobrar, como congelado por un encantamiento, algo que luego advertí después de muchos años en su hijo. Con la adolescencia tratábamos de evitar encontrarnos a su lado en la, verlo saludando en aquellas desvencijadas ojotas celestes y de camiseta musculosa, charlando con todos los que pasaban, hola Nene, viste qué calor, que número salió en la nacional, que hacés gordo, chau Alberto, y así se pasaba extensas horas viendo el ir y venir de las vidas del barrio, un vecindario que no lo había visto nacer pero que en poco tiempo dejó de serle ajeno por esa forma social que él llevaba incorporada de sonreír, de interesarse, de vestirse, de comer y también de beber  vino. Y cómo tomaba, en los almuerzos sobretodo, cuando abría una botella parecía que no podía, que no debía quedar guardada luego con algún resto, en casa sólo él bebía, y era el final para el líquido que contenía la botella que se iba desgraciando hasta incluso después del postre, venía después lo previsible, en aquellas siestas sentado en la galería o en la silla que lo sorprendía la modorra, cabeceando mientras se levantaba la mesa y se lavaban los platos, y lo dejábamos ahí, o lo abandonábamos ahí, íbamos y veníamos sin casi mirarlo y de pronto se espabilaba como preguntándose que hacía o que estaba haciendo y pensando que no nos habíamos dado cuenta se marchaba a algún lugar más retirado a continuar su “mona” o se desparramaba en el fresco de la pieza, de esos dormitorios altísimos donde era un aliciente entrar en las tardes de los veranos, piezas con paredes de medio metro en su anchura, y la galería corriendo paralela a las habitaciones amortiguando el calor y el sonido de las cigarras ululando. No sé porqué tomabas tanto, quizás fuera porque te gustaba, quizás veías como nosotros progresábamos en los estudios y vos nos mirabas con orgullo las conquistas que te estarían siempre vedadas, quizás lo hicieras porque sentías la soledad a la que te condenábamos y veías que te apartábamos un poco en las reuniones, de nuestras conversaciones o en las salidas, pero nunca nos decías nada, siempre sonreías y eras animoso, aunque también te asustabas mucho. Me pregunto  como sería tu mundo de sueños Alberto, el de haber tenido más hijos, el de haber viajado, el de haber podido tener tu casa propia, esa que siempre gastaste todos los años que veraneamos en la costa cuando éramos chicos, ¿acaso intuías que era mejor para nosotros llevarnos los olores del mar grabados en los ojos a la seguridad de los ladrillos? Nunca sabremos cuáles fueron tus anhelos. Sí estoy seguro que la soledad no estaba entre ellos, la tristeza tampoco. Eras un tipo alegre, y sin embargo cuántas veces te endilgamos y gritamos nuestras impotencias, o nos avergonzamos de vos y vos que todo lo asimilabas, ay Alberto, qué ganas de compartir un mate con vos ahora que yo soy el que soy y vos, vos serías el que yo he formado con mi recuerdo. Todas aquellas mañanas de jubilado o en los fines de semana, salías muy temprano, luego del tradicional huevo y limón, luego de unos mates apurados, luego de derramar algún balde de agua a las plantas, partías a comprar la fruta, a elegir la verdura, los huevos que fueran frescos, la carne y la leche fresca, comprabas el pan y entre uno y otro sitio intercalaba comentarios, los recibías, sin prisas y sin pausas. Charlábamos poco, casi nada, en aquellos tiempos en los que yo tenía mi cabeza en mundos muy diferentes y nuestras edades eran tan distantes, tanto que nunca se encontrarían en un lugar común, esto, éste recordar casi permanente, me lleva a intentar sentarme en el piso con los chicos, a subirme a las cosas que los entretienen, sabés que también ahora se me ha dado por decirles las cosas que vos nos decías, pedirles que me acompañen como vos nos pedías, y te dimos tantas veces la espalda que el recuerdo me hace anudarme por dentro, ahora son ellos los que actúan como yo actuaba pero no, ellos me muestran su cariño solo que me parece que nunca es suficiente, siempre queremos más y sin embargo vos parecías siempre conforme con lo casi nada que te dábamos, y que orgulloso que te paseabas conmigo en la cancha donde jugaba Olimpo o Bella Vista, y te colabas en los partidos, le dabas al boletero una estampita a modo de entrada y el tipo la recibía y la guardaba y mi carita de seis años miraba sin comprender el intercambio de sonrisas y nos subíamos al ritmo de la hinchada de turno, el alambrado, el calor, los gritos, las camisetas de los jugadores que me parecían siempre recién compradas, te gustaba que fuera con vos a aquel Bar que Churrinche atendía y te invitaba sin cobrarte, o a las tiendas de tela tu especialidad en la Lanera San Blas-, la de los Toledo, te interesaba explicarnos cómo se percibía la calidad de las telas, como habías llegado a estar en el lugar que estabas, mostrarnos que aún sin estudio habías progresado, como algunos comerciantes intentaban aventajarte o endulzarte para que les dejaras pasar las bobinas falladas y nosotros hacíamos oídos sordos, pero viste que algo me acuerdo, me acuerdo también que me gustaba ir a la lanera a la que no me llevaste mucho, quizás porque pensabas que el trabajo era demasiado formal,  algo con lo que no se debía mezclar a los chicos, y lo mantenías un poco alejado de nosotros, y no obstante aún así me llevaste, te gustaba que te acompañara caminando hasta el centro que me parecía terriblemente lejano y de ahí me debe haber quedado esta pasión de andar, y no sabés como camino ahora, camino tanto que estoy casi a punto de ponerme a llorar como un estúpido porque escribiendo todo esto comenzaron a dolerme los pies. Hay algo, una manera que no podría expresarte si te tuviera sentado frente a mí, porque me resulta más fácil escribírtelo, porque yo soy así, capaz que siempre fui así, no recuerdo tus reproches si alguna vez me los hiciste, y si los hiciste deben haber sido comentarios o sugerencias o quizás no me hablaste porque no querías que yo reaccionara con la ferocidad de los adolescentes o porque te sentías más abuelo que padre, que se yo. No puedo acordarme de lo último que charlamos antes de que te fueras, hace tiempo que le doy vueltas y vueltas, y en algún momento aparecerá porque debe estar por ahí en algún lugar sin dejarse ver, si me acuerdo que quería regalarte ese viaje que nunca pudiste hacer y que no tuve el tino de decirte vamos te llevo y no sabés como me arrepiento. Es un arrepentimiento que me va a acompañar como esa imagen tuya en aquel cajón de madera que te quedaba demasiado grande, o quizás vos estabas demasiado pequeño de tanta ausencia con la que llenamos tus últimos años.

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