domingo, 23 de octubre de 2011

BAHIA BLANCA

Volver a algunos lugares en los que de alguna manera han quedado como fotografías de un tiempo que he extraviado, es como una caja que observo, que acecho, y luego me acerco descubriéndola con otra mirada, una mirada que añora, una mirada que desea reposar, que desesperada busca en la biblioteca de su vida los libros que la contienen, una mirada que va y que viene por las puertas que va abriendo, por las baldosas que va pisando, por los objetos que va tocando. A la sensación enorme que es mirar se van sumando los sonidos, de las bisagras que siempre crujieron, del sofá cuando vuelco el respaldo para convertirlo en cama, del timbre que vibra y se escucha aún como en la infancia, de la heladera que retumba en la cocina como un gasolero, del silencio en el fondo de la casa, del incesante ir y venir de autos por  la avenida, de las teclas de luz al ser accionadas y también del agua regando las plantas.
Escribo desde la cocina, sobre la mesa de madera que tiene el mismo hueco, esa depresión oscura que una plancha encendida provocara antaño, y escucho el sonido de mi madre yendo, con su piel blanca y pecosa, su paso tibio, su palabra justa y serena, su entusiasmo inquebrantable, su andar titubeante por los años, y esas arrugas que a multitudes caen por los costados de su rostro, que te observa desde la quietud del pasado, que te mira el alma descubriéndote en ella, ella que nunca pregunta, ella que siempre escucha y a lo sumo y sin juzgar te dice… ¿qué te pasa Dani?, y entonces volvés a ser pequeño, pero no hablás porque nunca o casi nunca lo hiciste, volvés a ponerte los pantalones cortos en esas piernas de hombre, pero seguís callado, volvés a intentar salir corriendo por la puerta de la cocina sin decir chau, pero no lo hacés, en lugar de eso te quitás los lentes que has empezado a necesitar hace tiempo, te restregás los ojos y la mirás pero no, no hablás, seguís silencioso con la heladera rugiéndote en la espalda y ella no vuelve a preguntar, no hace falta porque para ella ya hablaste y te ceba un nuevo mate con una cucharada de azúcar como a vos te gusta.

Quiero contarme, que vuelvo a mi adolescencia y encuentro, mi cuerpo joven y mis ganas nuevas, mi vida por delante aún sin haberla usado, los sueños desaforados entre las sábanas arrugadas, la luna, las luces de mercurio, y el calor que excita, que adorna, que enturbia, que confunde y que huele a una aventura infinita con la vida, con sus pasiones y sus temores, quiero contarme y contarte, que todo me parece posible en estos momentos, que si pudiera llamarte con esa voz de adolescente incrédulo aún lo haría, que me sudarían las manos al teléfono, que no sabría decir todas las cosas que hubiera previsto, quiero contarme que la medianera del fondo y los techos siguen iguales pero yo ya soy distinto, que ya no los miro desde abajo sino que he crecido en la vida y en el cuerpo, que ando por los techos con paso inseguro y con miedo, que toco los muros y siento su palpitar; que las calles por acá son muy anchas, y las veredas no están tan rotas, que hay mucho viento y la tierra vuela queriendo divertirse con la limpieza de la gente, que estuvimos paseando por recuerdos de adolescencia, de infancia, de allá y de acá. Quiero contarte que cuando uno llega a su puerta te recibe una vereda generosa, magnánima como un César, que a tus espaldas el incesante tránsito suena como fanfarrias homenajeando tu llegada, que tocás un timbre sólido y poco tratado, que abren la puerta recuerdos conocidos y sonreís, sonreís con esa sonrisa que no hace falta simularle a la vida, tus labios se extienden suaves y breves manifestando el placer de haber llegado de un viaje largo pero contento, contento de subir esos cuatro escalones frotados de corridas y caídas, alegre de adivinar detrás de la puerta de vidrio y chapa la galería, con su inverosímil distancia, con su altiva antigüedad, con sus escapadas de chico, y escucho aún que retumban esas palabras… “ciclón de boedo”, “gorda batata con pan y manteca”, “fosforito”, “patán”, y mis piernitas y mi cuerpo escuálido y escuálidas aquellas zumbando divertidas a través del corredor de las otras baldosas, las originales de la casa, no las de ahora, las otras, con alguna baldosa floja, con la porosidad y los pedacitos que les faltaban, con la abuela parada escoba en mano, casi como Palas Atenea en la entrada de la cocina, baja, tierna, la tez marcada por la cordillera de sus pasos, el batón a lunares, el último botón suelto, siempre suelto, asomándole la ropa blanca detrás del batón, esperando, esperándome, yo saludando, imagino que saludando porque no lo hago, yendo al fondo, al patio detrás del patio.

Miro ahora, escribo desde el sabor de la noche y miro, miro ahora el dorado que la lámpara que pinta las paredes en la pieza que no es una pieza, el sofá abierto, las sábanas indóciles, manifiestamente maltratadas, la almohada, firme y tiesa y sola en la cabecera, abandonada, hay cuadros, hay un piso fresco, lo siento, el aire de las baldosas de la pieza respirando bajo mis pies, desnudos, hay fotos, hay recuerdos entorpecidos y detenidos, como si no supieran, como si se hubieran olvidado de caminar, hay… camino por la galería que acompaña las piezas, la pieza de mi hermana y mi abuela, la pieza de mis padres en la que dormí de chico, el escritorio en el que trabajaban mis tíos, y llego a la cocina, la rodeo, la cocina es como una estación de paso que necesitamos en la casa, la cocina es un ambiente grande, la cocina interrumpe el corredor que va desde el frente de la casa y que  recorre todas las puertas de las habitaciones, la cocina es enorme, en ella normalmente hay dos mesas y al fondo de ella está la mesada y la cocina propiamente dicha, y la heladera aquella que se la escucha como a un gasolero, en la cocina hay dos mesas y en las mañanas de los sábados, cuando no voy al colegio, suelen estar totalmente ocupadas de muestras de zapatos, de zapatillas, de alguna ropa sport, y de otras cosas más, es que mis tíos son viajantes, mis tíos eran viajantes y cuando digo mis tíos me refiero a mi tío Eduardo, a mi tío Fernando y a mi primo Jorge, porque mi primo de tanto verlo ya forma como parte de mis tíos, se murió joven Jorge, un poco como todo lo bueno que nos pasa, las cosas buenas se mueren jóvenes, y Eduardo el tío padrino, y además el tío  preferido, el que me enseñó a jugar al ajedrez y mientras iba y venía por la casa haciendo lo de las muestras, yo armaba en la cocina en cualquier huequito que quedara el tablero con las piecitas de ajedrez que me había regalado, me sentaba muy concentrado y él jugaba conmigo pero haciendo sus cosas, yendo al escritorio, escribiendo una carta a máquina, yendo al fondo donde estaban las valijas con las muestras, pasaba al lado mío y yo entonces si le tocaba a él le decía “ya moví” y él se detenía un momento, solo el momento de una sola mirada que le era suficiente, veía las piezas, el tablero y me avisaba “mate en tres jugadas” movía un caballo o un alfil y me dejaba con mis ocho años ahí, totalmente desesperado porque yo sabía que no habría nada que pudiera hacer, nadie que me pudiera salvar, nada, absolutamente nada que cambiara el destino de aquella pequeña batalla entre blancas y negras que se desarrollaba en los sesenta y cuatro casilleritos… nunca le gané, nunca se dejó ganar, y ahí radicaba el encanto de jugar al ajedrez con el tío.

Vuelvo a la madrugada en esta pieza que no es una pieza pero que para mí siempre lo ha sido, el sofá se colocaba sobre la otra pared, yo cuando dormía necesitaba que mi mano tocara algún límite como para contenerme, y además repasarle la textura irregular al revoque pintado, la superficie suave y granulada por la arena de la mezcla. Desde O´Higgins y Chiclana, leo, me quito los lentes, veo las llaves del coche, observo, quisiera no pensar a veces las cosas que pienso, quisiera no hacer a veces las cosas que hago, quisiera no decir a veces las cosas que digo.

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